El regreso a clases es mucho más que filas interminables en papelerías, mochilas con personajes de moda y el olor a libros nuevos. Es un ritual económico y social que marca el fin del verano y abre un nuevo ciclo de consumo en el país.
Cada agosto, millones de familias mexicanas ajustan sus presupuestos para enfrentar lo inevitable: útiles escolares, uniformes, colegiaturas, transporte, calzado, mochilas, cursos extracurriculares e incluso tecnología. Y ese gasto no es menor: en muchas casas, representa la segunda mayor erogación del año después de Navidad.

No es casualidad que comerciantes y marcas hablen del “regreso a clases” como una temporada alta, comparable en dinamismo con el Buen Fin o con la temporada navideña. La diferencia es que aquí no se trata de un lujo opcional: es una obligación social y cultural. La educación no se posterga ni se cancela: se prioriza, aun cuando implique endeudarse o recortar en otras áreas del hogar.
Esa inevitabilidad es lo que convierte al regreso a clases en un verdadero motor económico: el gasto llega de manera masiva y simultánea a todo el país. Papelerías, zapaterías, librerías, uniformes, fabricantes de mochilas, transporte escolar, taxis, camiones urbanos, cafeterías y hasta tiendas de electrónicos reportan aumentos en ventas. Es una cadena de valor que conecta al comercio local con las grandes marcas globales.
Y no solo hablamos de consumo. También es un evento que reactiva empleo temporal, dinamiza pequeñas economías barriales y fomenta nuevas estrategias de marketing. El regreso a clases es, en pocas palabras, una de esas fechas que recuerdan que la educación también es negocio… y que detrás de cada lápiz y mochila hay toda una maquinaria económica en marcha.
Una temporada que mueve sectores enteros
Las cifras lo confirman: papelerías, zapaterías, librerías, fabricantes de uniformes, transporte público, restaurantes cercanos a escuelas e incluso las tiendas de electrónicos reportan un aumento considerable en ventas.
El regreso a clases es, en esencia, una inyección económica masiva que beneficia a pequeños negocios y a grandes cadenas por igual.
Lo interesante es que cada año, a pesar de la inflación o los ajustes salariales, las familias priorizan estos gastos. La educación no se discute: se paga, aunque implique recortar en otras áreas.
El marketing del lápiz “cool”
Aquí entra el marketing. Porque no basta con vender un cuaderno: hay que vender un estilo de vida escolar.
Las mochilas llevan a Spiderman o Barbie. Los lápices brillan con glitter. Las libretas prometen ser “aesthetic” para subir a TikTok. Y las tablets ya no se venden solo como herramienta de estudio, sino como símbolo de modernidad y oportunidad.
La narrativa es clara: no se trata solo de estudiar, se trata de “estrenar”.
Y las marcas lo saben. Campañas con mensajes como “la mejor versión de tu hijo empieza en la escuela” o “invierte en su futuro” convierten a los padres en clientes emocionales, no racionales.
La digitalización del aula
Otro cambio importante es que la pandemia abrió un mercado completamente nuevo: la tecnología educativa. Antes, la lista escolar era sinónimo de cuadernos, plumas y diccionarios. Hoy incluye laptops, tablets, audífonos, licencias de software y hasta suscripciones a plataformas en línea.
Las grandes tecnológicas entendieron rápido el potencial: Google, Microsoft, Lenovo, HP, Apple y hasta marcas de smartphones se insertaron en el ciclo escolar como si fueran una papelería más. Y no lo hicieron desde el margen: se posicionaron como indispensables.
En pocos años, productos como Google Classroom, Teams o Zoom dejaron de ser “opciones temporales” y se convirtieron en herramientas permanentes. Universidades, preparatorias y hasta primarias siguen integrando estas plataformas, ya sea para clases híbridas, tareas en línea o comunicación con padres.
El impacto económico es enorme:
- Se creó un nuevo segmento de consumo: edtech doméstico.
- Familias que antes nunca hubieran considerado comprar una laptop para un niño de primaria, ahora la ven como parte básica del regreso a clases.
- La venta de accesorios (mochilas para laptops, mouses ergonómicos, fundas, programas de seguridad digital) también creció como un mercado paralelo.
Pero también hay un ángulo de marketing emocional: las campañas ya no hablan solo de rendimiento escolar, sino de “darle a tu hijo las herramientas para un futuro competitivo”. El discurso es aspiracional: si quieres que tu hija esté al nivel, necesitas invertir en tecnología.
Y esto no solo beneficia a las grandes marcas globales. También impulsa a startups educativas, apps de idiomas, plataformas de cursos en línea y servicios de tutorías digitales. El regreso a clases, entonces, ya no es únicamente un evento de consumo físico: es también una temporada de consumo digital.
Lo paradójico es que esta transformación refuerza la brecha económica: mientras unos pueden estrenar tablet y pagar licencias de software, otros apenas alcanzan para los útiles básicos. Es decir, la brecha educativa también es tecnológica.
Un espejo de la desigualdad
El regreso a clases también revela la brecha económica:
- Quien puede estrenar uniforme vs. quien recicla el del hermano mayor.
- Quien compra un iPad vs. quien apenas tiene cuadernos básicos.
- Quien paga transporte privado vs. quien recorre largos trayectos en camiones saturados.
Y aquí, de nuevo, el marketing juega un papel ambiguo: crea aspiraciones que no todos pueden alcanzar. Vender la “experiencia escolar ideal” funciona, pero también genera frustración y desigualdad visible en cada aula.
El regreso a clases no es solo una fecha en el calendario escolar: es una temporada económica y de marketing. Es el momento donde la economía local se reactiva, donde los padres hacen malabares financieros, y donde las marcas aprovechan para vendernos más que un producto: nos venden la ilusión de un mejor futuro.
Al final, mientras los niños estrenan lápices y los adolescentes posan con mochilas nuevas, lo que se mueve tras bambalinas es un engranaje enorme de consumo, desigualdad y aspiración. Porque sí, la educación cuesta… pero el marketing sabe cómo hacer que cueste aún más.









