Desde que era muy joven me sentí atraído por los libros y, prácticamente desde que aprendí a leer estos se transformaron en mi obsesión. Leo de forma constante y siempre tengo un libro en proceso.
Aunque soy fanático de la ciencia ficción (la de “a deveras”, no las mariguanadas de Marvel), no tengo inconveniente en explorar otras cosas y puede decirse que soy bastante ecuménico en ese aspecto. Si el tema es medianamente atractivo y cubre alguna necesidad de conocimiento del momento, le entro sin ningún empacho.
Por ello mismo, soy demasiado vocal a la hora de hablar de libros y de literatura; no pierdo momento para recomendar textos.
Esta anécdota ocurrió hace pocos años cuando nos encontrábamos en la oficina durante la hora de la comida hablando del reciente estreno de la secuela de la serie “Cosmos” presentada por el astrónomo Neil deGrasse Tyson.
La plática, de forma obligada, derivó a la serie original presentada en los años ochenta por el propio Carl Sagan, creador del concepto y ―para mí― uno de los mejores divulgadores de ciencia que hayan pisado este planeta.
Yo llevé el tema aún más allá y comencé a hablar del libro que era la base de la serie. Como ya lo dije aquí, siempre he pensado que los textos originales son superiores a sus versiones audiovisuales, llámese cine o televisión.
Sin recatos puedo decir que le recomendé a mi interlocutor que leyera ese libro ya que ahondaba aún más en los temas y los conceptos que manejaba en el documental. Una forma de conocer de manera aún más profunda los conceptos vertidos en las series.
La persona con la que estaba charlando era más joven que yo, diseñador con una maestría realizada en Europa. Una persona que podríamos calificar con más experiencia académica que el promedio de la gente y que, uno supondría, más abierta a este tipo de recomendaciones.
Me equivoqué de manera rotunda.
Una vez terminado la pausa para comer, este individuo se acercó a otro compañero para acusarme en voz alta y en tono de franco reclamo:
―¿Cómo ves a Armando? ¡Me quiere poner a leer!
¡Válgame! Había tenido el atrevimiento de recomendarle un libro. Lo decía como si fuera una carga, un trabajo, una forma de desperdiciar el tiempo, pero además, me ponía a mi como una especie de incongruente que no entendía la realidad… ¡tenía el atrevimiento de sugerirle que se pusiera a leer!
Por supuesto que el concepto que yo tenía de ese señor se redujo como diez puntos porcentuales, sin embargo, me puso a pensar.
¿Por qué hay gente que, cuando le sugieres que lea, se molesta?
Traigo todo esto a colación debido a las declaraciones realizadas por Beatriz Gutiérrez Müller, la no primera dama de esta administración, quien fue grabada muy oronda durante un acto público diciendo una bola de tarugadas relativas a la lectura, como la de darle un libro a los agresivos para así detenerlos.
Las malas noticias son que, a menos que uno use al libro a manera de escudo o arma arrojadiza, si el enemigo ya está en las cercanías no hay forma de detenerlo con la literatura.
Una de las falacias que eructó fue que “ningún lector es un agresor” y, por supuesto, las redes sociales se encargaron de desmentirla:
Por ejemplo, Joseph Goebbels, el propagandista oficial del nacionalsocialismo, inventó el concepto de “Bibliotecas del frente”, un esfuerzo para acercar la literatura a los soldados alemanes. Fueron creadas 27,000 bibliotecas móviles con más de ocho y medio millones de libros puestos a disposición de las tropas combatientes.
Las mismas tropas que arrasaron Europa mientras se encontraban hasta el copete de metanfetaminas (bueno, eso es lo que dice el Gobierno de México).
Pepe Stalin tenía una biblioteca personal de unos veinte mil volúmenes, y era un gran lector, de la misma manera que Adolf Hitler y el criminal Augusto Pinochet. De hecho, la lista de tiranos y sátrapas lectores es bastante extensa; por salud mental no pienso reproducirla.
Es definitivo: los libros no te transforman en “una buena persona”, sin embargo, para bien o para mal, te ayudan a expandir tu mente; te hace conocer otros puntos de vista, te da pistas y rutas para realizar tus objetivos. Es la mejor manera de aprender de personas que fueron exitosas (o que no lo fueron) y que transcribieron su experiencia ―o la de otros―, a un texto.
Con los libros es muy fácil enmendar aquello de que “nadie experimenta en cabeza ajena” ya que nos lleva al interior de la cabeza de esos ajenos para saber lo que ya han experimentado y nos dan una idea de cómo fue que triunfaron o fracasaron.
¡Es la voz del autor hablándonos al oído! (esto sí se lo robé a Carl Sagan).
Lo más curioso de todo es que, a final de cuentas, el mensaje de la señora es bastante positivo: ¡Deja de estar fregando y agarra un libro, c..ño!
Por supuesto que la técnica de aventarle un texto al asaltante o malhechor no es la adecuada; el amor (aunque sea por conveniencia) a los libros debe de fomentarse desde la infancia. Hay que hacerlos accesibles y cercanos; convencer a los jóvenes que leer un libro no es una molestia o una carga (como el individuo del que hablaba más arriba) sino, una oportunidad.
Una oportunidad de mejorar nuestra vida, nuestras relaciones, nuestra posición en la sociedad y, hasta una oportunidad para el entretenimiento.
Estoy a favor, ¡utilicemos a los libros como armas!
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