Plebeyos y huérfanos
Decía Marco A. Almazán que, luego del fusilamiento de Maximiliano, los mexicanos se quedaron huérfanos y desde entonces han buscado a alguien que sustituya el papel de rey o reina.
Desde futbolistas y actores, hasta políticos, uno de los grandes deseos reprimidos en este país es el de ponerle la corona a alguien para después adorarlo de hinojos. Almazán remataba diciendo que los títulos “Licenciado” o “Doctor” de alguna manera había sustituido en México los de “Conde” o “Duque”.
Por supuesto que, a falta de nobleza local, nos encanta desbordarnos con la extranjera y si se trata de la monarquía británica, pues mejor ya que está mejor posicionada en términos de popularidad y mercadotecnia. Además de las abigarradas y doradas decoraciones, las fastuosas coronas y pesadas vestiduras, los eternos y aburridos protocolos, también cuenta con un alto contenido de drama telenovelesco.
¡La pobre Diana!
Hasta la fecha muchos siguen añorando a la “princesa del pueblo”, la idolizada e idealizada Diana la cual sufrió un “auténtico martirio” al meterse a esa cueva de lobos de los Windsor. Pobre mujer, lloraba todas las noches en su palacio al que llegaba en un auto de hiperlujo, rodeada de servidores y guardias de seguridad luego de viajar en aviones privados alrededor del mundo donde se alojaba en las mejores instalaciones que cada ciudad fuera capaz de ofrecer.
¡Una auténtica pesadilla!
El pobre Carlos, al que su mamá hizo esperar tanto, y que no tuvo otra opción que dedicarse a especular con su fortuna que, al contrario de la mayoría de los británicos, él sí pudo incrementar de forma exponencial para colocarla en el rango de los billones de libras esterlinas.
En fin, toda una carga eso de pertenecer a la monarquía.
Siempre habrá gente que, a pesar de todo, idolatre y no se pierda un segundo de lo que ocurre con sus vidas; antes era con revistas del corazón, el día de hoy, las benditas redes sociales. Gente sedienta de figuras paternas y maternas que se desbordó en chulear o criticar a los participantes de una de las ceremonias más anacrónicas realizadas en lo que va del siglo.
¿Quién pudiera estar en Trafalgar Square?
La coronación del zanganito Carlos III causó que en este lado del charco, el lado de los pobres diablos que carecen de una nobleza tan hermosa y elegante, se tuviera que levantar en la madrugada para disfrutar el espectáculo,
Mientras algunos alabaron la forma en que la gran historia de amor entre Charlie y Camilla terminó concretándose en un “vivieron felices para siempre”, los detractores de la ahora reina no dejaron de criticarla y derramar lágrimas amargas en honor de la finadita Diana que, aseguraron, hubiera hecho un mejor papel, hubiera portado la corona con más garbo y se hubiera visto mucho más elegante y noble que esa malvada cusca escaladora social rompe hogares, aunque el hogar sea un palacio de diez hectáreas.
Por supuesto que el chisme de los hijitos también salió con todo y hubo quienes sintieron lástima por Harry quien fue obligado a aparecer sin su esposa, esa mujer que para algunos es otra bellaca cualquiera de Hollywood mientras que para otros es una la nueva versión de cenicienta, pero con niveles de melanina inaceptables para esa rancia y racista nobleza que no se atreve a ser más incluyente.
Sueños de pompa y circunstancia, sueños de princesas y príncipes que alcanzan el amor y la corona de naciones pobladas por personas que necesitan la mano suave pero firme de un monarca sabio y designado por dios.
(Pausa para vomitar)
En fin, además de la ridiculez de miles de londinenses formados desde 24 horas antes para ver el fugaz paso de las sanguijuelas reales, también ridículos quienes transformaron, a través de las redes sociales, en todo un acontecimiento la coronación de un monarca extranjero que ni nos va, ni nos viene.
¿Acaso es esa orfandad de nobleza que sufrimos la que nos lleva a endiosar políticos corruptos y megalómanos?
Basta mirar las filias en redes sociales —ya sean de izquierda o de derecha— para conocer la respuesta.
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