Adiós a Colón

… “dos enormes piernas pétreas, sin su tronco
se yerguen en el desierto. A su lado, en la arena,
semihundido, yace un rostro hecho pedazos…”
Ozymandias – Poema de Percy Bysshe Shelley (fragmento)

Desde épocas inmemoriales hemos tenido una relación de amor-odio con los monumentos y las estatuas.

No lo percibimos en su total amplitud debido a la familiaridad que les tenemos, pero una estatua es en realidad una potente declaración: Una enorme masa erecta en medio de una plaza o una avenida. Diseñada para ser vista, para resaltar sobre su entorno, para hacerse presente de forma irrefutable. Es prácticamente imposible ignorarla. La palabra que define la instalación de cualquier estatua, con todas las connotaciones sexuales que implica, es “erección”.

Las estatuas generan pasiones. Es por esto que, todo lo que está pasando alrededor de cierto navegante genovés, no es nada extraño.

Desde el principio de la historia los gobernantes han tenido la necesidad de trascender su tiempo y su espacio; los egipcios y mesopotámicos construyeron enormes monumentos con los que trababan de exaltar su gloria. Una apoteosis esculpida en piedra diseñada para impresionar a las futuras generaciones. A pesar de estos rotundos esfuerzos por trascender, los cambios de régimen siempre trajeron la destrucción de los monumentos antiguos para la erección de nuevos. Las ruinas de los dioses caídos eran retiradas para dejar espacio a los recién llegados.

Los faraones dedicaron grandes esfuerzos para derribar estatuas de sus predecesores. Los ciudadanos de Atenas veneraban las estatuas de Harmodio y Aristogitón, dos héroes del establecimiento de la república cuyas imágenes en mármol fueron erigidas en el ágora. Ambas fueron destruidas durante el saqueo de la ciudad por los persas al mando de Jerjes. El único fin de tal acto de barbarie fue el de pisotear los ideales, retratados en piedra, de los atenienses.

Las estatuas siempre han sido destruidas o trasladadas con la única finalidad de expresar una posición política y hasta religiosa; con el establecimiento del cristianismo en Europa, la mayoría de los monumentos dedicados a deidades, héroes, gobernantes o filósofos de la antigüedad fueron destruías y, por siglos, sólo se permitió erigir las que hacían referencia a la nueva religión.

Ya en nuestras épocas esta agalmatofobia de ninguna manera ha disminuido; durante el deshielo soviético las estatuas del padrecito Stalin comenzaron a desaparecer de manera discreta y sigilosa en la oscuridad. Era un tema que avergonzaba a los nuevos dirigentes. Después de la caída del muro de Berlín la destrucción de estatuas de líderes comunistas fue hecha más bien con tonos festivos y como anuncio de una nueva era. De Riga a Ulán Bator se transformó en deporte nacional ver a las turbamultas decapitar y tumbar a los Lenines de piedra.

La mayoría de la gente de mi generación recuerda de manera vívida las tropas estadounidenses derribando enormes monumentos de Sadam Hussein ante la mirada incrédula de los locales.

Y precisamente en Estados Unidos están viviendo hoy en día una euforia de este tipo: una fuerte corriente ha logrado derribar la mayoría de las estatuas de secesionistas que participaron en la Guerra Civil de ese país.

Desde el general Robert E. Lee, famoso estratega que tuvo en jaque a las tropas de la federación por varios años, hasta oscuros militares colocados en pequeñas plazas pueblerinas, fueron bajados de sus pedestales a pesar de las furibundas quejas, manifestaciones y amenazas de cierto sector de ciudadanos que acostumbra a abrir las latas de cerveza a balazos.

Quienes lograron quitar estos monumentos pudieron superar lo peor de las corrientes de supremacistas blancos que alegaban “herencia cultural”.

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Apenas esta semana retiraron del centro de Richmond la enorme estatua ecuestre del general Lee.

Las estatuas que representan a Cristóbal Colón de ninguna manera han permanecido ajenas a esta vorágine de rectitud política y en todo el continente muchos grupos representantes de los pueblos originarios exigieron su derribo.

Decía más arriba que una estatua es en realidad toda una manifestación ideológica que obliga a quien pasa a mirarlo, a sentir su presencia, a hacerlo recordar las razones por las que ahí se encuentra. Todo los que circulan a sus pies, están obligados a reconocer su existencia, le guste o no.

Es por esto que creo que hay justas razones para retirar el monumento del navegante genovés. Para muchos el supuesto descubrimiento de América no representa un motivo de fiesta sino de luto debido a las nefastas consecuencias que tuvo ese proceso histórico.

Muchos argumentarán que Colón, para bien o para mal, representa una parte de nuestra historia, al igual que las estatuas de los defensores de la esclavitud lo son para los que viven en el sur de Estados Unidos.

Aquí la cuestión no es tanto si Colón es parte de nuestra historia, la pregunta es, ¿queremos que el recordatorio de un hecho, que para algunos fue infame, permanezca erecto en medio de una de las avenidas más representativas de nuestra ciudad?

Me gustó mucho una solución que ya se está aplicando en algunas partes: en Estados Unidos los monumentos de los secesionistas están siendo trasladados a museos especializados, quizá el lugar ideal para colocar la historia (sea buena o sea mala).

Alemania también se vio inundada por cientos de estatuas y monumentos durante los dos períodos más oscuros de su historia. Para evitar controversia y a la vez mantener una memoria histórica de estos hechos, se creó un museo especializado en la Ciudadela de Spandau, donde se exhiben las piezas que fueron removidas de las calles de Berlín.

Estos son lugares que no son plazas públicas, en los que no se fuerza a nadie a aceptar su presencia, lugares a los que sólo acceden quienes quieren repasar y contemplar la historia, un recinto cerrado y discreto dedicado a ello de forma exclusiva.

Sí, en lo personal pienso que es tiempo de dejar de imponer la presencia de Cristóbal Colón en el Paseo de la Reforma.

¿Qué poner en su lugar?

Lo ideal sería buscar, por medio de un consenso entre nuestra sociedad, algo que verdaderamente nos represente a todos para que así ocupe ese lugar de honor en medio de una de las avenidas más importantes de nuestra capital.

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