El lanzamiento de un nuevo empaque suele vivirse en las empresas como un evento casi solemne. Sala de juntas, proyector encendido y la invitación abierta a que “todas las áreas den su opinión”.
En papel, la idea suena democrática, hasta romántica: escuchar a ventas, logística, compras, producción y hasta a recursos humanos. En teoría, esa pluralidad debería enriquecer el resultado. En la práctica, muchas veces se convierte en un desfile de gustos personales y comentarios que nada tienen que ver con el consumidor final.
Claro, hay aportaciones valiosísimas: producción puede advertir sobre materiales inviables, ventas sobre mensajes poco efectivos, y logística sobre tamaños que complican la distribución.
Eso es retroalimentación estratégica.
Pero entre esas joyas, siempre se cuelan los clásicos:
- “Yo no soy fan del verde.”
- “¿No estaría mejor con letra cursiva?”
- “Mi primo diseñador dice que…”
Así, el diseño original empieza a transformarse en un Frankenstein corporativo. Un empaque que cumple con cada micro-preferencia interna, pero pierde la fuerza para conquistar a quien de verdad importa: el cliente.

El problema no es opinar, es dirigir
El verdadero riesgo de abrir demasiado la puerta a la retroalimentación es confundir participación con aprobación colectiva. El marketing no se construye por consenso; se construye con estrategia. Y la estrategia necesita dirección.
¿Cómo evitar que la democracia creativa se convierta en una tiranía de cambios infinitos?
- Pide opiniones a tiempo. Involucra a las áreas clave en las primeras etapas, cuando los ajustes no significan rehacer todo desde cero.
- Define criterios claros. Funcionalidad, costos, coherencia con la marca y, por supuesto, atractivo para el consumidor final. El empaque debe reflejar el valor del producto, no los caprichos internos.
- Nombra un responsable final. Ya sea una persona o un comité reducido, alguien debe filtrar, priorizar y decidir.
Escuchar nunca es el problema. El error está en no saber qué hacer con todo lo que se escucha. Un buen empaque no necesita enamorar a toda la empresa, solo a quien lo encontrará en el anaquel y decidirá llevarlo a su casa.
Porque si cada opinión termina en un cambio, lo único que sobrevive es un diseño tan neutral que no emociona a nadie. Y en marketing, lo que no emociona, no vende.
La coherencia como estrategia (no como capricho estético)
Hablemos de otro punto clave: la coherencia en el empaque. No se trata de un detalle cosmético; es un elemento estratégico que influye directamente en la percepción de marca, la confianza del consumidor y la repetición de compra.
Cuando una empresa lanza presentaciones con colores, tipografías o materiales distintos entre sí, manda mensajes contradictorios. El consumidor —que está entrenado para detectar patrones— se pregunta de inmediato:
- ¿Son productos originales o una falsificación?
- ¿Cambió la fórmula?
- ¿Por qué uno se ve más viejo y otro más moderno?
Esa duda erosiona la confianza, y la confianza es el motor que impulsa la recompra.
El empaque funciona como un uniforme: transmite identidad, facilita reconocimiento en el punto de venta y genera recordación. Si cada presentación parece pertenecer a una marca distinta, el impacto se diluye frente a competidores más consistentes.
La solución está en la arquitectura de portafolio: permitir que las líneas o subcategorías se distingan, sí, pero siempre bajo un mismo lenguaje visual. Una paleta cromática común, un logotipo consistente, un estilo gráfico compartido. Esa disciplina hace que el consumidor entienda al instante la relación entre productos, sin importar si compra el shampoo, el acondicionador o la mascarilla.
Un empaque coherente, estratégico y pensado desde el cliente no solo protege un producto: protege a toda la marca.
Haz un ejercicio: pon todos tus productos juntos sobre una mesa. ¿Parecen de la misma marca o de distintas familias? ¿Un mismo producto tiene diferentes empaques? Si la respuesta a esta última pregunta es sí, es momento de unificar.
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