A veces me compadezco de los hombres, porque entiendo perfecto uno de las peores torturas por las que las mujeres los sometemos: ir de compras.
Me parece escandalosamente injusto que, en general, las damitas tengan esa capacidad de ser egoístas e inconscientes.
Pueden pasar horas eligiendo, separando, devolviendo, observando, preguntando, checando y probándose una y otra y otra pieza de lo que sea, entrar y salir de la misma tienda repetidamente, y la decisión simple y sencillamente no llega a sus cabecitas.
Tú -acompañante- podrás ponerle las caras que sea, las condiciones y advertencias más puntuales y sentenciosas del universo universal, sus hijos pueden arrastrarse de berrinche aburrimientoso por todos los suelos de todas las tiendas y terminar cual trapeador asqueroso de una arena de exhibición de perros y gatos… lo que sea, que la indecisa fémina no va a acelerar su paso.
La situación se empeora aún peor cuando la impulsiva, dudosa y dulce compradora con carita de gatito Shrek te pide que la esperes afuerita del probador, para que veas cómo se le ve lo que está eligiendo.
Ingenuamente uno –acompañante- cree que estas lindas princesitas esperan tu franca y verdadera opinión de cómo le luce ese espantoso vestido que la hace ver como atadito de mixiote… hasta que la ves estallar en un silente llanto acompañado de una sutil pataleta con la que se regresa al probador a recoger todas las opciones y aventárselas a la dependiente, como si ella tuviera la culpa de los chilaquiles que se zampó el fin de semana en la tornaboda.
Lo que no hemos entendido es que no se trata de una venganza suya de ella por dejarla sola en largas horas de dominó o de fútbol. Esta forma de ir de compras está en nuestros genes de género y es inevitable. Los hombres son cazadores y las mujeres, recolectoras.
Los hombres salen de cacería y van por uno y sólo uno de los animales que hay allá afuera. Lo ven y lo van cazando hasta someterlo. Así compran: quieren unos jeans, deambulan por las tiendas acompañando a sus galanas-hijas-hermanas-uloquesea, avizoran una posibilidad, se ponen frente un espejo para ver si da de ancho y largo, pagan y se van.
La mujer, en su naturaleza de recolectora, tiene que ver todo el entorno, analizar toditas las posibilidades que hay, verificar tamaño, forma, textura, consistencia, color… y luego comparar con las otras opciones que ha ido encontrando en su trayecto, para depurar y complementar su elección.
Tristemente, las tiendas no han entendido esto. Los pobres –acompañantes- no tenemos otra opción más que aburrirnos. Las parejas y/o padres-madres de las lindas recolectoras tienen que pasar por una prueba de paciencia y tolerancia en cada ida a las tiendas. No hay un espacio para sentarse siquiera, ya no digamos que te ofrezcan un café, wifi y enchufe para conectarte o de perdis una triste revista del ’93, como en el dentista. No han entendido que –acompañante- es quien va a ser el que a fin de cuentas determine el tiempo de permanencia en el establecimiento.
Lo que tampoco han entendido es que por lo general –acompañante- no está ahí por gusto: es el que paga. Un poco de apapacho no le caería nada mal. Es cuestión de visión y de pensar en ganar-ganar.
¿A cuántas tiendas has ido de acompañante y ni una mísera silla te ponen en ninguna parte? ¿será que el regreso de la pandemia haga que eso cambie?
¿Qué le sugerirías a las tiendas para que las tiendas dejaran de tratarnos como en las cavernas? Cuéntame en Twitter @LaBreton
#UnaSillitaDeFavor