De repente soy víctima de mi propio pecado y mi hija me dice sin filtro cosas que podría dosificar un poco. Pero en parte lo aprendió de mí.
Este siglo se ha convertido en un tiempo de comunicación directa y al grano. Sin embargo, hemos caído en un entorno de lo que se ha llamado lo “políticamente correcto”. Entorno que a veces me hace bostezar.
Me he puesto a pensar que el gran y vasto legado de Chespirito sería imposible de producir y transmitir en estos días. Aunque como refrito, nadie se lo ha cuestionado.
Además del interminable desperdicio de comida (harina, huevos y leche, por mencionar algunos), los apodos serían inauditamente impermisibles en pleno siglo 21. Entre la vieja chancluda o el panzón Ñoño. O los gritos e insultos del profesor Jirafales. Todo sería satanizado por los vigilantes de las buenas costumbres que se han venido a poner muy delicaditos últimamente.
Esto viene a colación porque apenas acabo de caer en cuenta (sí, díganme que soy una babas) que eso de que la gente de piel morena ahora se llama afroamericana, lo cual me parece mucho más ofensivo (eres de aquí pero poquito) a decirle negro, que es un simple descriptor del color de su piel. Tanto uno como el otro puede o no ser discriminatorio de acuerdo al contexto tono en el que se diga. No porque la palabra (cualquiera de las dos) sea ofensiva.
Y así, en la ridiculez de ser socialmente aceptados y correctos, desde 2013 Bimbo cambió el nombre de uno de sus productos de Negrito a Nito. La excusa: “Menos letras, más funk” PFFF
Yo no sé a quién se le ocurrió o qué autoridad vino a regular el asunto. A mí, la verdad, me parece un capricho miope. El Negrito ya no me sabe igual… aunque quizá sea porque ya no tiene cobertura de chocolate sino con sabor a chocolate, como también lo son ya muchos productos de Nestlé, de Bimbo o de Unilever en este siglo, pero ese es tema de otro costal #YaDije