Dentro de la enorme gama y variedad de tipos de industria actuales, uno de los que se mantienen más fieles al marketing tradicional es el del consumo.
Por un lado, tenemos un avance tecnológico sin precedentes en la historia. Además en poco tiempo, una nueva tecnología deja obsoleta a la que ayer era furor y novedad. Van y vienen dispositivos, redes, lenguajes, recursos, técnicas. Hoy un sitio web no sirve de nada si no es responsivo y multipantalla. Ya estamos más acostumbrados a hacer compras por internet y en nuestros móviles. Aunque todavía hay gente que desconfía de estas prácticas. Los códigos QR que eran lo más nuevo, hoy no son tan “indispensables” como se creía, y un largo etcétera.
Todas estas nuevas tecnologías encuentran interesantes aplicaciones en todo tipo de marketing y comunicación; se crean experiencias virtuales, vídeos 360, interactividad en tiempo real, realidad aumentada, activaciones que se graban con el móvil, se comparten en redes y se viralizan, por no hablar de la invasión cada vez más insistente en todo tipo de aplicación de mensajes digitales.
No obstante, creo que hay un tipo especial de industria que se mantiene fielmente arraigada a las prácticas más ancestrales y muy difíciles de superar o reemplazar: el marketing de los productos de consumo.
Este tipo de productos se encuentran fundamentados en la parte más animal, básica y esencial de las necesidades humanas. Me refiero principalmente en las necesidades del sustento: satisfacer el hambre y la sed.
Estos productos son de naturaleza esencialmente sensorial. Atañen en primera y última instancia a nuestros sentidos; deben ser atractivos a la vista, tener un aroma y una textura agradable, la temperatura adecuada y finalmente, el sabor es lo que nos conquistará o nos repelerá para siempre. Esta naturaleza 100% sensorial conlleva necesariamente al tipo de marketing que desde hace décadas impera en el sector: la experiencia de la degustación en punto de venta.
Cualquiera de nosotros duda mucho antes de comprar una marca de café que nunca haya probado, un yoghurt que no haya saboreado, un alimento cuyo aroma desconozca (yo soy de los que no prueba un solo bocado sin que mi nariz lo investigue primero; encuentro perfectamente natural rastrear el buen estado del alimento por medio del olor). O de ingerir una bebida cuyo color nos parezca sospechoso o turbio.
De hecho, esta tarde mientras hice compras en un autoservicio, observé el ejército de demostradoras que exhibían sus productos en los demostands de ley, con sus uniformes perfectamente “brandeados”, sus normas de higiene bien cumplidas (cofias, guantes, cubrebocas, todo lo necesario para dar una buena imagen de marca). Todo dispuesto correctamente para demostrar las bondades de sus marcas y sus presentaciones.
Entre todo ese grupo, estratégicamente posicionado, hubo un demostand que me llamó poderosamente la atención: su demostradora no ofrecía para nada la famosísima de-gus-ta-ción. Se trataba de un cereal nuevo, de color y aspecto desconocidos, aroma y sabor aún más misteriosos y me cuestioné ¿en verdad habrá mucha gente que adquiera el producto sin conocerlo en absoluto? Pueden darnos el más ilustre discurso, con la aplicación más novedosa y divertida, el diseño más atractivo o la tecnología de moda, pero… si uno no saborea el producto ¿de verdad se aventura a llevarlo?
Hoy por hoy, no hay tecnología que nos regale experiencias sensoriales comparables con el marketing tradicional
No dudo que haya consumidores arriesgados. Buscan probar algo nuevo y se atreven a comprar artículos por experimentar algo diferente. Pero creo que ahí radica el secreto de los productos de consumo: tenemos que experimentarlos, vivirlos, olerlos, saborearlos, comerlos, verlos. Hace tiempo tuve un prospecto de proyecto con un cliente que se negaba rotundamente a dar degustaciones de su producto. El sabor era un misterio: “dicen que está rico” rezaba el vídeo en YouTube. Dicen. Todo un reto para nuestros sentidos y nuestros bolsillos: ¿comprar sin saborear?