Este es el segundo análisis de la imagen de los candidatos a la Presidencia de la República desde la “Trinidad Leone”. Una mirada que, no por breve y rápida, deja de ser útil, ya que pretende descubrir, ordenar y contrapuntear los claroscuros de los personajes: lo bueno, lo malo y lo feo. Reiteramos que a mayor seriedad, objetividad y profundidad en el ejercicio, mayores elementos tendremos para fortalecer caminos, así como para enderezar rumbos en la realización de acciones de comunicación estratégica. En esta ocasión toca el turno al candidato del Partido Revolucionario Institucional.
José Antonio Meade Kuribreña.
MEADE el bueno.
Para ser Presidente primero hay que parecerlo. De los tres candidatos principales él es quien más lo parece tanto en forma como en fondo. Nadie podría poner en duda su apariencia de estadista. Puede pasar de lo serio a lo casual y de lo moderado a lo cercano sin artificios predecibles ni fisuras notorias. Creíble resulta, otro asunto es que sea deseable o para estar a tono con los tiempos: “votable”. A esa tan natural como pulcra percepción se le suman las notables ventajas de la formación, la trayecoria y la experiencia, que los demás candidatos están muy lejos de poder desplegar. CONSAR, IPAB, Banrural; Subsecretario de Hacienda y Economía; Secretario de Energía y Hacienda en el periodo de Felipe Calderón, y en el sexenio de Enrique Peña Nieto, Secretario de Relaciones Exteriores, Desarrollo Social y Hacienda, entre otras tantas labores y misiones que por espacio no detallaré.
Su trabajo en la administración pública es un impresionante recorrido de disciplina y eficiencia a varios colores, rematado por una imagen honesta y por si fuera poco ausente de militancia partidaria.
MEADE el malo.
A quien por más que le cuelgen la etiqueta de candidato ciudadano, no termina de amarrar, ya que el verdadero apellido es PRI. Esa es la importancia y trascendencia de la firma. El “respaldo” de una marca tóxica en cuestión de imagen y por el momento, a nivel comunicación, incapaz de contrarestar la contundencia negativa de sus acciones, por más que Presidencia nos indigeste con que “lo bueno también cuenta”; porque además, esa supuesta no militancia trabaja en dos frentes de forma negativa: hacia afuera, como una mentira más o una verdad a medias para la retención del poder, y hacia adentro como un golpe a la unidad y el logro de acuerdos.
El Meade que hasta ahora nos ha mostrado la campaña nos recuerda la fallida contienda de Labastida, una estrategia descafeinada, anodina y acartonada, de una tibieza apabullante. Si Meade quiere pelear en serio tendrá que procurarse una mejor campaña, contundente y atrevida, más original y alejada de las gastadas recetas de siempre.
MEADE el feo.
Al igual que AMLO, él también representa a tribus impresentables, la diferencia radica en que en este caso hay dos corrientes que van por rumbos muy distintos: las desleales y las rijosas. Unas están abandonando el barco muy temprano, las otras ya pelean con la virulencia habitual cada metro de terreno perdido.
Por un lado tiene el reto de retener a propios y por el otro la obligación de crecer con extraños, dos labores que dadas las circunstancias se antojan en extremo complejas, sobre todo cuando su equipo de campaña no ha dado muestras de estar a la altura; y por si fuera poco tiene que cargar con los nocivos efectos de gran cantidad de personajes que a diestra y siniestra lanzan declaraciones irrepetibles. Con un paso para adelante y cuatro para atrás más todo lo que hay que avanzar a contracorriente gracias a los resultados de la presente administración, resulta casi imposible ofrecer una competencia digna, casi.
Nuestra marca, causa o líder, requieren del análisis profundo y detallado que nos permita desarrollar virtudes y corregir fallos para así construir sobre cimientos más estables y certeros, cubrir yerros y descuidos, modificar percepciones y darle la vuelta a los estereotipos. Empecemos por detectar y definir puntos de partida para determinar puntos de encuentro.