-Dedicado todas aquellas personas que no lograron llegar a casa
Creo que existen muy pocas cosas, dentro de la idiosincrasia chilanga, con las que se tenga una relación de odio-amor tan dual como es el Metro de la ciudad.
Inaugurado en 1969, creció para transformarse en una enorme red que hoy cuenta de forma nominal, con unos 200 kilómetros de extensión para trasladar (por lo menos hasta antes del colapso de la línea 12) más de cuatro millones de personas todos los días.
Dentro de todo el caos que representa el transporte dentro de la mancha urbana, el Metro era una de las opciones más civilizadas. A pesar de la evidente decadencia de algunas líneas, los amontonamientos en horas pico, la basura, el grafiti y los vendedores ambulantes, el sistema de transporte colectivo representa la forma más rápida de viajar, sobre todo a zonas y horarios donde el tráfico es una pesadilla.
Por causas de presupuesto y política el metro de nuestra ciudad siempre quedó muy limitado, el actual trazo no alcanza a cubrirla en su totalidad, lo que causa que se tenga que complementar con sistemas de transporte dignos de Mumbay o Kinshasa; los camiones foráneos y los “microbuses” son toda una afrenta a la dignidad de los que se ven obligadas a utilizarlos.
La gente desarrolló una auténtica relación anímica para con el metro; para muchos sigue siendo un lugar común donde se ha desarrollado una buena parte de la vida más allá de ser un simple traslado a la escuela, el taller o la oficina: punto de reunión, el camino al parque, a la feria o al cine; el lugar de despedida, el momento de relajarse y, a pesar del largo trayecto a casa, el momento de comenzar a pensar en la familia o los amigos.
El chilango promedio tiene dentro de los túneles y puentes del sistema decenas de historias que le han hecho forjar su propia imagen e idea de la metrópolis; es de las pocas cosas que funcionan de manera relativamente bien; ha sido una forma de ayudarnos a sentir que el caos no es tan generalizado ni tan profundo para no caer en la locura.
Además, el metro es una fuente de orgullo regional, un decir “este no es un pueblo” es una enorme ciudad cosmopolita que, como cualquier otra de las principales del mundo, cuenta con su propio sistema de trenes para viajar a todos lados. Podrá estar descuidado, pero es nuestro metro y, a pesar de todo, cumple con su función.
Me atrevo a decir que el Metro es uno de los elementos mejor posicionados y más reconocidos dentro de toda esta vorágine que llamamos Ciudad de México.
¿La gente ama su sistema de transporte? Yo los he visto reclamar de forma airada a quienes tiran basura o destruyen las instalaciones.
La inauguración de la Línea 12 fue en su momento, para los usuarios de la zona sur de la ciudad, un verdadero gozo. No estaban preocupados por sobreprecios o por vagones que no eran de la talla. Estaban impresionado por el amplio espacio de sus estaciones; el lujo de “sentir” que algo es nuevo y mejor: vagones más largos y más anchos; mejor iluminados y con pantallas de video; enormes espacios en los andenes, una feroz lucha para impedir que se metieran los vendedores ambulantes y, como no, la gloria de realizar el trayecto entre Tláhuac y Mixcoac en menos de una hora en los momentos de mayor tráfico. No importaban los amontonamientos, era por sólo unos minutos.
La verdad es que el transbordo entre la línea 12 y la línea 7, en Mixcoac, era en cierta manera anticlimático debido a la sensación de degradación que daba el bajar por las inmensas escaleras; era como descender a una realidad más miserable.
Es por todo esto que la tragedia ocurrida en la Línea 12 del Metro llega a un nivel que los gobiernos no se atreven siquiera a imaginar, que no comprenden o que, de plano, ignoran.
La muerte de personas en su interior, la destrucción de un tramo, el simple hecho de ver los vagones colapsados y dañados, pega a la gente en lo más profundo de sus sentimientos y de su identidad. Las personas muertas han sido, lo escribo con total seguridad, acompañantes de viaje: de forma real (existen las coincidencias) pero también de forma espiritual. Otro viajero compañero dentro de las tripas de la ciudad, otras personas que también intentaban llegar de manera segura a sus casas, a sus familias y a sus seres queridos.
Gente, como casi todos los usuarios, que vivía los mismos problemas y las mismas dificultades; gente que día con día realizaba la misma odisea, gente que ansiaba un lugar para sentarse, un carro no tan lleno, un tren especial para vaciar el andén abarrotado…
…gente que ya nunca llegará a casa.
Eso es lo que nos duele; ese es el gran reclamo que, de forma estúpida, se han negado a ver, a reconocer, a hacerlo suyo, las autoridades.
Autoridades que han demostrado que el metro ni lo usan, ni lo conocen, ni les importa.
No fue un accidente, no fue un incidente, fue la caída de uno de los objetos más entrañables para el ciudadano o ciudadana promedio de esta megápolis; es la ruptura de una de las pocas cosas que tenían por seguras dentro del caos y la misera que representa el transporte en la Ciudad de México.
Es el dolor de saber que, aquellas personas murieron en medio de una traición perpetrada por una administración que no se preocupó por mejorar uno de los más grandes amores chilangos, que lo dejó morir y, junto con ello, dejaron morir personas.
El Metro de la ciudad de México es mucho más que un sistema de transporte; es un símbolo de que algunas cosas pueden ir medianamente bien, a pesar de todo. Sobre monumentos y plazas, para mucha gente el Metro es uno de los símbolos más firmes y sólidos de esta ciudad.
Eso es lo que más duele y más causa enojo.
*He sido asiduo usuario del metro durante mucho tiempo; hace dos décadas, por razones personales me vi obligado a comenzar a utilizarlo. Ahora, por razones prácticas, sigue siendo mi principal medio de transporte.