Un soldado en cada hijo te dio…
Ya nos lo habían advertido nuestros mayores, un extraño enemigo profana con sus plantas nuestro sagrado suelo patrio.
Se les ve en las colonias aspiracionales de esta sufrida ciudad, caminan por las calles, ligeros de ropas, la mayoría de las veces en chanclas con expuestas carnes blancas y rubias cabelleras; anteojos oscuros y una sonrisa perenne en sus rostros.
Son los expats, así se denominan ellos, expatriados, un eufemismo que les encanta a los estadounidenses para sentir que el abandono a su querido suelo patrio es temporal, que no son traidores, que no son eso que tanto desprecian: inmigrantes… aunque la mayoría de los enardecidos locales prefieren llamarlos “pinches gringos”.
Luego de la pandemia muchas empresas se dieron cuenta que rentar espacio de oficina es un desperdicio de recursos así como de tiempo por lo que el teletrabajo se transformó en una cotidiana realidad para muchos que viven del otro lado de la frontera.
Al igual que sus virtuales patrones, toda una generación también ha descubierto que pagar altas rentas para estar en las cercanías de la empresa que les da trabajo es una reverenda estupidez, sobre todo si tu escritorio se encuentra en la sala de tu casa.
Estas nuevas hordas de tele-proletarios primero salió a las zonas rurales a vivir la idílica vida del campo, rodeados de maizales y vaquitas; una forma de vida que sus antepasados abrazaron y, ahora que a ellos les toca trabajar desde los virtuales surcos de internet, pues se han refugiado en paraísos campiranos.
Otros han optado regresar a la tierra que los vio nacer; si es lo mismo estar en los suburbios, pues tampoco puede haber mucha diferencia si uno se traslada a la ciudad de origen. Regresar a la querencia, a los amigos de la infancia y a la tranquila ciudad lejos de los grandes focos urbanos que hasta hace un par de años eran imanes para los trabajadores.
Go south, young one!
Sin embargo, dentro de esta revolución laboral, surgió una arrojada especie de teletrabajadores poseedores de un mayor instinto de riesgo y aventura; que se atrevieron a buscar paraísos más allá de las fronteras nacionales.
Miraron hacia el sur y se encontraron con un risueño vecino con hermosas playas, fascinantes pueblos mágicos pero, además, con una economía que se rige en pesos y un nivel de vida mucho más barato que en la propia patria.
Colonias como la Roma y la Condesa en la Ciudad de México de repente se hicieron mucho muy atractivas y a estas comenzaron a llegar los expats en búsqueda de la tierra prometida de las rentas baratas, pero ubicadas en zonas de vibrante actividad por parte de los lugareños que, viéndolos bien, se apartan en mucho de la imagen estereotípica del nativo de estas feroces tierras.
Llegaron los expats a acaparar departamentos así como espacios en la tienda de jugos macrobióticos, a pasearse descalzotes por la calle y, esto señores míos, es intolerable.
¡Inquilinos del mundo, uníos!
El asunto de las rentas caras en la Ciudad de México, sobre todo en esas colonias de moda, ha sido todo un tema en redes sociales desde hace años. Por supuesto que todo mundo quiere irse a vivir la vida loca ahí, por lo que esa propia demanda ha hecho que los precios de rentas y servicios también escale para enojo de esos urbanitas en potencia. También ha causado que muchos de ellos se transformen en una nueva forma de activistas sociales: Preocupados por el precio de la vivienda urbana se han fijado la altísima meta de plasmar en la constitución el derecho humano a vivir sobre la calle de Ámsterdam.
Postean sus iras acusando con dedo flamígero al “cartel de las inmobiliarias” y a las personas que rentan sus propiedades como los causantes de que no puedan pagar departamentos en la zona. El argumento es que los precios han sido inflados de manera artificial y no es justo que “alguien que nunca trabajó y sólo heredó un departamento o un edificio” ahora pretenda cobrar caro por vivir en su propiedad.
¡Merezco vivir en la Condesa, el gobierno de la ciudad debe de intervenir! (una curiosa forma de entender la problemática citadina, si me lo preguntan)
Welcome to Mexico!
Este enojo (sea justificado o no) se ha visto incrementado y se ha transformado incluso en ira xenofóbica ya que a los dichosos expats ni les viene ni les va quien sea el dueño y como haya obtenido el departamento; a ellos les causa infinita alegría y placer pagar un espacio de muy buenas dimensiones por un precio que, en su natal Brooklyn, apenas les alcanzaría para un cuchitril bajo las escaleras (a la Harry Potter) con baño compartido.
La dicha es mucha, sobre todo cuando estás en los barrios señoriales que, además de ser baratos, cuentan con toda la infraestructura para ser un buen hípster: cafés y supermercados orgánicos, tiendas de ropa mamadora e infinidad de amistosos lugareños (los que sí pueden pagar las rentas infladas) que están ardiendo en deseos de practicar el inglés aprendido en las boarding schools de Bristol y Manchester.
El problema es que para muchos de los arrendo-xenófobos es toda una afrenta que la nueva invasión gringa esté por agregar la Colonia Roma a esa nefasta lista que incluye a California, Texas y Nuevo México.
En las calles ya es posible ver carteles antigringos colocados en algunos puntos estratégicos que atacan de manera pasivo-agresiva a los invasores y no faltan tampoco quien les hace caras ya que, el inglés, apenas les da para un “go home”.
En fin, que la invasión ha empezados y los activistas de las redes sociales (los más inocuos del mundo), ya comenzaron su propia guerra de liberación, con un frappé de taro en una mano y el iPhone en la otra.
¡Departamentos baratos o muerte!