La gentrificación no empieza con una inmobiliaria, ni con una cafetería de especialidad. Empieza con una idea.
Con una historia que se cuenta en redes, en portales de bienes raíces, en blogs de estilo de vida y en videos aspiracionales. Una narrativa que dice: “este barrio tiene potencial”, “aquí hay cultura”, “es auténtico, pero tiene ese algo”. Y poco a poco, esa narrativa se convierte en deseo.

El marketing del barrio
Una colonia que por años fue ignorada por el Estado, donde las calles estaban descuidadas y los servicios eran mínimos, de pronto se vuelve “bohemia”, “aesthetic” o “hipster”. ¿Y qué cambió realmente? Muchas veces, nada. Solo la forma en que se comunica.
Hoy basta con que algunos jóvenes empiecen a subir fotos de fachadas viejas con filtro sepia, murales callejeros con caption tipo “joyita escondida de la ciudad”, o videos en cámara lenta de un café con pan artesanal sobre una mesa de cemento pulido. Todo eso se vuelve contenido, se vuelve estética. Y lo “auténtico” se convierte en tendencia.
Esa narrativa visual tiene fuerza. Convierte un barrio popular en un destino aspiracional.No importa que haya carencias o problemas estructurales: si se ve bien en Instagram, si “tiene vibra”, se vuelve deseable.Y lo que se vuelve deseable… sube de precio.
El atractivo económico
Detrás de ese storytelling hay incentivos económicos muy claros: se revalúan terrenos, se multiplican los ingresos por rentas, llegan inversiones inmobiliarias, aumentan las ganancias de negocios, y aparecen nuevos proyectos “de desarrollo urbano”. La lógica es simple: lo que antes era invisible, ahora se vuelve “interesante”; lo que era común, ahora se presenta como “auténtico”; lo que era barato, ahora es exclusivo. Se vuelve deseable → se vuelve rentable.
Pero ese auge económico tiene un costo que no siempre se ve en las campañas ni en los videos bonitos. Para quienes ya vivían ahí, la historia es otra. No fueron incluidos en la narrativa. No fueron invitados a la versión “cool” de su colonia.
Y sin embargo, pagan el precio.
Las rentas suben porque los dueños saben que pueden cobrar más. Los servicios se encarecen porque ahora hay demanda de productos premium. Los pequeños negocios de antaño son reemplazados por cadenas de café, coworkings, heladerías con neón y boutiques de diseño. Y mientras todo eso ocurre, las familias originales se ven orilladas a buscar otra zona, no porque quieran, sino porque ya no pueden quedarse.
Es un desplazamiento silencioso, sin desalojos forzosos, pero igual de efectivo. No los corren… los encarecen
Transformación sin inclusión
Las personas no se mudan por gusto. Se van porque ya no pueden pagar su propia colonia. Porque el mismo mercado que durante décadas ignoró ese barrio —no invirtió, no pavimentó, no brindó seguridad—, ahora lo convierte en zona exclusiva.
De pronto, lo que era “marginado” se vuelve “auténtico”. Lo que era “peligroso” se vuelve “con potencial”. Pero ese cambio no es para todos.
Los nuevos negocios no están pensados para los vecinos de toda la vida, sino para los recién llegados. Los precios ya no están en función del ingreso local, sino del poder adquisitivo de quienes buscan “vivir diferente”.
Y aquí entra el marketing otra vez. No como simple herramienta publicitaria, sino como estrategia económica: crear escasez, generar deseo, elevar el valor percibido. Vender la idea de que vivir ahí es “único”, que mudarte ahí es “ser parte de algo especial”.
No importa que esa escasez sea artificial o que la comunidad original quede fuera. Porque en la gentrificación, la inclusión no es rentable. El desplazamiento sí
Un barrio “aesthetic” pero ¿para quién?
Lo que se promociona en realidad no es solo el espacio físico —la calle empedrada, la casa antigua, el local con plantas colgantes—, sino el estilo de vida que se proyecta. Es una narrativa aspiracional que habla de libertad, autenticidad, creatividad y comunidad… pero solo para quienes pueden pagarla.
Porque ese estilo de vida rara vez incluye a quienes ya habitaban ahí. No aparecen en los reels, ni en las campañas turísticas, ni en los artículos de revistas. Sus historias no son contadas, y su presencia se vuelve incómoda frente al nuevo “branding” del barrio.
Lo irónico es que ese mismo entorno que fue moldeado por años por esas comunidades —sus costumbres, su comida, su música, su resistencia— ahora es usado como decorado para otra audiencia. Y se convierte en una campaña. Una muy bien hecha.
Con estética visual, storytelling emocional y hashtags precisos. Pero es una campaña que no está pensada para todos, sino para quienes encajan en el nuevo perfil del consumidor urbano: joven, con ingresos medios-altos, dispuesto a pagar por lo “auténtico” mientras se mantiene cómodo.
Al final, la gentrificación también es eso: una estrategia de posicionamiento. Un rebranding territorial que no siempre trae progreso, pero sí rentabilidad.








