Son esos elementos citadinos que siempre han estado ahí, que son parte tan integral del paisaje urbano ‒para bien o para mal‒ que, quienes aquí vivimos, hasta los habíamos perdido de vista dentro del multicolor caos urbano.
Los rótulos.
Basta que algún foráneo los señale o una autoridad los elimine, para que todos volvamos a verlos.
Me precio de ser un buen observador de la ciudad y siempre me llamaron la atención, en especial los realizados para los puestos de comida de lámina. Tengo la seguridad de que son una de las formas más antiguas de mercadotecnia, algo que podría ser tomado como una especie de patrimonio cultural y hasta legado histórico.
La primera impresión que siempre me han dado es de candidez. Entiendo que quien emprende un negocio de este tipo no cuenta con presupuesto para mercadotecnia pero, a pesar de todo, si quieren sobrevivir tienen que hacer un esfuerzo para resaltar sobre los demás. La solución es buscar un rótulo atractivo.
Hay quien lo hace de propia mano, sin embargo, existe toda una rama de rotulistas que yo seguiría clasificando al mismo nivel cultural e histórico de los ropavejeros, afiladores y reparadores de cortinas.
La ciudad está, literalmente, inundada de puestos de este tipo. Hay zonas, sobre todo cercanas a grandes corporativos o de corte claramente godín, donde abundan de tal manera que uno se puede sentir trasladado a alguna capital del sureste asiático.
Alguna vez trabajé en las cercanías de las oficinas de Pemex y la oferta que tenía el “Callejón de la Amiba” (así le llamábamos) era brutal. Uno podía contar con cualquier tipo de comida popular y a veces algunos emprendedores se atrevían a ofrecer cosas que, en aquellos entonces, eran consideradas extrañas y ajenas como el sushi o la comida china.
¿El común denominador? Todos y cada uno de ellos estaban decorados con dibujos de la “especialidad” y, como escribía más arriba, era hasta enternecedora la candidez de los dibujos que buscaban llamar la atención.
Imágenes de tortas y de tacos siempre rodeados de coloridos textos en los que se exaltaba la calidad y, sobre todo, la abundancia de las viandas ofrecidas, todo ello utilizando una elegante tipografía; gótica en muchos casos:
¡Super tacos!
¡Tortas gigantes!
¡Jugos curativos!
Ilustradas, por supuesto, con teleras con rebanadas de jitomate escurriendo, tacos de espirales galácticas, océanos de caldo humeante y risueños cochinitos saludando desde el cazo donde están siendo transformados en carnitas…
Como peatón empedernido que soy, tengo cierto recelo a los puestos que ocupan prácticamente media banqueta; que reducen el espacio para pasar. Este potencial de estorbo se incrementa exponencialmente si el local tiene cierto éxito. Los comensales tienden a acaparar toda la acera y no falta el que inclusive otorga el privilegio de unas sillas de plástico a sus concurrentes.
Literalmente uno se tiene que mover entre comensales que esperan sus tacos, que se mueven en búsqueda del acompañamiento de papas o frijoles por no hablar de las salsas que se surten desde enormes cazuelas con su respectivo cucharón.
¡A la hora de comer es prácticamente imposible atravesar estos laberintos de la tragazón!
Los que esperan cruzan sus brazos de forma recatada, humilde y buscan con mirada perdida los ojos del taquero esperando las ansiadas y clásicas palabras de “¿Qué va a ser, werita?”. Los que ya están comiendo lo hacen desde la seguridad de un plato de plástico de color chillón que, de forma obligada, está previamente revestido con una bolsita de plástico. Hay que recordar que la mayoría de estos puestos carecen de agua corriente y tienen que evitar la lavada de trastes a como dé lugar.
Los afortunados que ya fueron servidos ahora se enfrentan al reto de acercarse a los “complementarios” y las salsas; en la nube de personas a veces es complicado aproximarse siquiera al salero o a la bolsa de servilletas.
Algo que cualquier tragón de corazón sabe de manera intuitiva es que para conocer la calidad de las viandas servidas en un puesto no es necesario revisar guías michelines o meterse a Yelp, basta con echar un ojo al puesto y ver cuántas personas están a la espera, con la tripa gruñendo y la esperanza en los ojos.
Siempre he pensado que una de las profesiones más complicadas de este mundo es la de atender uno de estos locales ya que, mientras el encargado está preparando la vianda, todos los que están a la espera siguen paso a paso, y de manera crítica, su elaboración. Parecería que se trata del jurado de un programa de concurso o de un evento olímpico. Cada par de ojos juzga cada paso y cada comensal opina desde el silencio de su mente sobre los aciertos o los errores de quien prepara. ¡Ponle más!
¡Ni los jugueros se libran de estas miradas inquisidoras!
Indudablemente este tipo de puestos son la respuesta natural del mercado a una gran necesidad. La gente tiene que alimentarse y no toda puede recurrir diario en un restaurante de servilleta de trapo. Aunque la mayoría lleva sus propias viandas para comer en la oficina, la escapada al puesto de las tortas, las hamburguesas o hasta los postres, siempre es una especie de acto de liberación.
¿Son estéticos los rótulos con los que llevan a cabo su estrategia mercadológica para llamar la atención?
Tal vez no sean acordes a lo que el moderno corporativismo pretende ser. Los “genios” que crearon zonas como Santa Fe, carentes de alma y de servicios de transporte así como de alimento para la mayoría de quienes se ven forzados a viajar hasta allá, no pueden tener una opinión respetable respecto a la instalación de puestos de comida con rótulos coloridos.
¿Que los quitó la delegación?
La gran ventaja que tienen es que basta con llamar al rotulista y presentarle un sencillo boceto para que éste plasme uno nuevo de manera rápida. Poco a poco los veremos resurgir renovados, con colores brillantes e imágenes sencillas, pero contundentes, de los productos que ofrecen.
Políticos van y políticos vienen, la cultura de la comida callejera ‒y sus rótulos‒ perdurará en esta ciudad mientras perdure su propia esencia.