Imagina que padecieras somniloquia… No te espantes, no es tan grave como se lee. Simple y sencillamente se refiere al fenómeno de hablar dormido. Ahora imagina que llevas una doble vida y que tu pareja, con la que duermes todas las noches, te dice una mañana que le has revelado algunos secretos hablando en sueños…
Si esto te parece aterrador, prepárate para algo mucho peor, porque lo mismo pasa cuando hablamos despiertos: tooodo el tiempo nuestro lenguaje no verbal puede delatarnos y comunicar cosas que no queremos, sin siquiera darnos cuenta.
Y es que según un estudio realizado por el psicólogo alemán Albert Mehrabian en los años ochenta, solo el 7% de lo que comunicamos es a través del lenguaje verbal (las palabras en sí). El 93% restante corresponde al lenguaje no verbal: 38% vocal, que se refiere a cómo se dicen dichas palabras (tonos, intenciones, ritmo de voz) y el 55% visual (la postura, los ademanes, la ropa, los gestos, la mirada, etc.).
Si pensamos en esto, deberíamos estar más preocupados que quien habla dormido, porque en nuestra vida cotidiana quizá estemos diciendo a todo el mundo, mensajes diferentes o incluso contrarios a lo que en realidad teníamos intención de decir. Y así mientras nuestras palabras pueden decir una cosa, los mensajes más fuertes, en los que creen las otras personas, dicen otra.
Y tu marca… ¿qué está diciendo?
En publicidad todo esto del lenguaje funciona más o menos igual, porque al final de cuentas también se trata de comunicación.
En este caso, las marcas utilizan el equivalente a su lenguaje verbal a través de sus encabezados, slogans, guiones y diálogos, o sea, el copywriting en general. Y la parte correspondiente al lenguaje no verbal sería todo lo relacionado al diseño: imágenes, fotografías, tipografías, dimensiones, colores, texturas, formas y lay-out, sin olvidar los espacios vacíos que equivaldrían a los silencios… y recuerda que un silencio en el momento justo puede ser mucho más poderoso que cien palabras.
Imagina que -seguramente por descuido- dejaste tu auto estorbando una entrada. Al volver encuentras una nota en el parabrisas con una amenaza escrita en un papel adherible floreado y en tinta azul pastel, con una delgada caligrafía impecable y cuidadosamente trazada en estilo barroco… ¿te amedrentaría?
Y si en vez de eso fuera un pedazo de papel de estraza arrancado y arrugado con una simple invitación a no volver a estacionarte ahí, escrita con un grueso marcador rojo, en mayúsculas remarcadas con tanta fuerza que traspasara el papel… cambiaría totalmente el mensaje, ¿cierto?
¿Crees todo lo que te dicen? Tus consumidores, tampoco
Es importante tomar en cuenta que en publicidad no todo lo que se dice se cree y de hecho puede ser contraproducente, tal y como sucede con una persona que se la pasa hablando bien de sí misma, genera desconfianza.
Y para entenderlo mejor, ¿qué pensarías si un mesero, al dejarte una ensalada te dijera, sin haberle preguntado nada: “no se preocupe, todo está muy bien lavado y desinfectado”? Seguramente el incidente te remitiría a aquel popular refrán que reza: “explicación no pedida, culpabilidad manifiesta”.
Y aquí hay que tener cuidado porque es común encontrarse con publicidad que pregona a todo pulmón que sus productos no causan efectos secundarios ni causan daño alguno.
A personas y marcas les creemos lo que demuestran, no lo que dicen
Pensemos en anuncios de marcas exclusivas, de prestigiadas marcas de alta relojería, elegantes plumas o autos de lujo, por ejemplo. ¿Cuántos anuncios de este tipo recuerdas con una enorme encabezado gritando “Lo más elegante y lujoso”? En ese mismo momento, dejaría de serlo. Generalmente la forma en que estas marcas dicen esto mismo es… diciendo nada. Una fotografía de producto impecable, iluminación bien cuidada y un logo pequeño. Nada más. Y es que, como decía otro refrán “lo que se ve no se juzga”.
Muchas veces usar una palabra para querer comunicar su sentido, nos lleva a transmitir exactamente lo contrario. Por ejemplo, si quisieras proyectar una imagen moderna lo más recomendable sería evitar precisamente la palabra “moderna”, pues no hay palabra menos moderna que ésa. “Ay, qué modernouuu!” sería de esas frases que diría una de tus tías cincuentonas en una reunión familiar, después de pronunciar una sentencia del tipo “¡Qué elegancia, la de Francia!” que, dicho sea de paso, tampoco suena ni elegante ni afrancesada.