¿Cuánto vale realmente una botella de agua en el aeropuerto? ¿Los famosos Labubus realmente valen el precio de lo que te lo venden en México? Todos hemos vivido ese momento incómodo donde nos preguntamos si estamos pagando lo justo al momento de estar en la caja pagando… o si simplemente caímos en una trampa de marketing. Vamos a explorar esa delgada línea entre lo que cuesta algo… y lo que nos hacen creer que cuesta.
Desde la perspectiva económica dominante, el precio “ideal” de un producto es aquel que se define por la interacción entre la oferta y la demanda. En palabras sencillas, el punto medio entre lo que la gente está dispuesta a pagar y el precio que los vendedores están dispuestos a vender. Si hay mucha gente demandando un producto y poca gente vendiéndolo, el precio sube. Si hay mucha gente vendiendo y poca queriéndolo comprar, el precio baja. Pero en la práctica, hay una dinámica mucho más compleja. El marketing entra en juego y distorsiona esta dinámica con una simple herramienta: la percepción.
Aquí es donde se cruza la economía con la psicología. ¿Por qué estamos dispuestos a pagar más por una camiseta con un logo que por otra idéntica pero sin marca? Porque no solo estamos comprando tela: estamos comprando estatus, identidad, experiencia.
El precio psicológico
Existen técnicas de fijación de precios que no tienen que ver con costos de producción ni con escasez. Por ejemplo, el famoso precio ancla: si te muestran un vino de 3,000 pesos junto a uno de 800, este último parece que hasta te “habla bonito”, lo percibes más barato… aunque tal vez en otro contexto te parecería carísimo. Otro caso es el de los precios justo por debajo, como cuando algo cuesta $199.99 en lugar de $200. Ese centavo no cambia el valor real, pero sí cómo lo percibe nuestro cerebro, seguramente te vino un recuerdo de las veces que lo has visto, es demasiado común.
Este tipo de estrategias son totalmente legales, pero plantean una pregunta ética: ¿es justo manipular la percepción del consumidor para justificar un precio más alto? Desde el punto de vista del marketing, sí: si el cliente está dispuesto a pagar, el precio es válido. Pero desde la economía del bienestar, podríamos cuestionar si el consumidor tiene toda la información y libertad para decidir.
La escasez artificial
Otro truco común es la escasez inducida: marcas que producen pocos pares, pocos boletos, pocas unidades, no por falta de capacidad, sino para aumentar el deseo. Esto dispara la demanda y permite justificar precios altísimos. Un ejemplo muy claro son los productos de lujo, esos coches exclusivos o esos pares de tenis para coleccionistas que incluso tiene un número, el par 1/100 o coches que solo hacen 10 en todo el mundo y que tu celebridad favorita tiene, ¿es justo? Si la escasez no es real, podríamos decir que el precio tampoco lo es.
¿Entonces qué es un precio justo?
Un precio justo debería reflejar no solo los costos de producción y la utilidad del vendedor, sino también la transparencia, la competencia real del mercado, y el bienestar del consumidor. Pero en un mundo donde las emociones pesan más que los datos, el precio justo muchas veces se convierte en un espejismo.
Lo interesante es que el marketing no solo influye en lo que pagamos, sino en lo que creemos que vale algo. Y ahí es donde está la verdadera magía.
La próxima vez que compres algo, pregúntate: ¿Estoy pagando por el producto o por la historia que me vendieron? No se trata de estar en contra del marketing, de hecho, cuando es creativo y ético, es una herramienta fascinante, sino de aprender a mirar más allá del precio.
Porque a veces, el verdadero valor no está en la etiqueta… sino en nuestra cabeza.
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