El gobierno de Rusia acaba de prohibir la exhibición de diversos programas y películas de dibujos animados originarios tanto de Estados Unidos como de Japón.
Según una bola de autoerigidos “expertos” en el tema, las obras animadas prohibidas pueden provocar una conducta violenta en niños y causar actividades autodestructivas.
Estos paladines de la buena educación aseveran que “mirar estos contenidos indudablemente lastima la educación y desarrollo espiritual así como moral de los niños; contradice la naturaleza de la educación humanística inherente en Rusia”.
Entre los muchos títulos malditos se encuentran Attack on Titan, Legends of Mortal Kombat: Revenge of the Scorpion, Happy Tree Friends y uno de los animes que más han trascendido en oriente y occidente, la legendaria cinta Akira de Katsuhiro Otomo, que me gustaría poner de ejemplo.
Según estos “expertos” bastan los 124 minutos, que dura la película, para enviar al garete toda la humanística educación rusa (si, la misma que nos entregó a Vladimir Putin). Seguro que, luego de verla, miles -que digo miles- millones de infantes rusos saldrán a la calle a robar motocicletas y a transformarse en enormes monstruos destructores de ciudades.
Otra victoria para el paternal y cleptocrático gobierno de Putin que, por supuesto, siempre busca lo mejor para sus pobres y descarriados ciudadanos.
¿Por qué será que a los autócratas les da tanto miedo los contenidos con propuestas diferentes y críticas? Afirman que este tipo de material sólo intenta “lavarle el cerebro” a los jóvenes, pero en realidad los que quieren manejar neuronas para sus propios proyectos son otros.
Otro caso: recientemente el presidente de nuestro país echó la culpa de la violencia a los videojuegos.
Este es un tema tan antiguo como los propios inculpados y tal vez cada generación, desde antes de la llegada de la consola de Atari, ha sufrido de alguna manera con este estereotipo de las jóvenes mentes siendo mal-orientadas por malignas y oscuras fuerzas.
La principal causa de tanta controversia es la propia naturaleza de los videojuegos: desde el punto de vista de un adulto (sobre todo si éste nunca ha jugado) un joven que los practica parece congelado en un estado demasiado pasivo e incluso catatónico.
Es muy fácil llegar a la conclusión de que son tan sólo una forma de perder el tiempo de la que no se obtiene nada a cambio. Una diversión bastante cuestionable. No aportan para la educación, las habilidades sociales; vaya ni siquiera para la convivencia familiar.
Las acusaciones sobre este tema han sido muchas a lo largo de la relativamente corta existencia de este género y quizá los más altos cotos de histeria fueron alcanzados luego de la Masacre de Columbine, en Colorado, cuando se dio a conocer que los dos perpetradores eran fanáticos de Doom, un juego en donde se encarna a un tirador en primera persona.
Lo curioso es que al analizar la cultura pop uno se entera de que esos amagos de culpar a algo externo por una supuesta “intromisión en las mentes juveniles” no es nada nuevo.
Antes de la era de los videojuegos, durante la idealizada década de los cincuenta, hubo quien vio en el comic un elemento que tenía el poder de alterar las inmaculadas mentes de los jóvenes.
El libro “Seduction of the Innocent”, escrito por Fredric Wertham, fue el primero en sacar conclusiones sobre la moralidad de este tipo de material: sugería que Batman y Robin eran una pareja gay, ponía a Wonder Woman como una lesbiana con tintes sadomasoquistas y cuestionaba hasta los anuncios de rifles de aire comprimido que aparecían en las páginas de las historietas.
Su conclusión era que los comics eran una pésima influencia para la juventud estadounidense y gracias a esta publicación nació la Comics Code Authority, una institución creada por las propias editoriales cuya misión era la de autocensurar cualquier cosa que pareciera inadecuada para las jóvenes y maleables mentes. Un comic con su sello en portada era garantía de inocencia para los padres.
La siguiente víctima de estas legiones contra la violencia fueron las máquinas de Pinball. ¿Quién podría pensar que estas eran malas para los jóvenes?
No faltó la mente torcida que viera en estas máquinas un pretexto para que se reunieran a su alrededor para pensar malas acciones como apostar o consumir drogas con la consiguiente generación de violencia. Algunas legislaciones emitieron leyes para controlarlas y hasta prohibirlas; tanto en Nueva York como en Chicago fueron proscritas hasta la década de los setenta.
Desde esta perspectiva no parece raro que, al aparecer y hacerse más sofisticados, los videojuegos se transformaran en el “malvado” en turno.
Y la cosa es que en lugares como Estados Unidos por lo menos se toman la molestia de escribir un libro y documentarlo con bibliografía, en países como el nuestro o Rusia, las acusaciones son lanzadas sin ton ni son.
Lo curioso es que, cuando un problema requiere de una solución compleja, lo más factible es que los responsables comiencen a endosar culpas a todo mundo, desde los videojuegos hasta “las muñecas japonesas”. No les importa hacer el ridículo.
Tomemos, como ejemplo, el problema de las armas en Estados Unidos: luego de que un joven enloquece y hace una masacre en su escuela, la lógica indica que se deben de revisar los requisitos para la adquisición y venta de armas, la violencia intrafamiliar, los problemas de salud mental y los protocolos que se requieren para detectar los síntomas con antelación, la desinformación y muchos otros temas que requieren de soluciones en verdad comprometidas, aunque puedan ser poco populares. Los políticos prefieren endilgar la culpabilidad de manera expedita y así realizar un remedo de justicia:
¿Los chiquillos se están matando entre ellos? ¡Prohibamos los cómics!
Los padres y madres respiran tranquilos porque sus hijos comenzarán a leer historias edificantes en vez de esos enajenados pervertidos del dúo dinámico.
¡La misma solución idiota quieren aplicar para la violencia en la que está sumida nuestra pobre patria!
¿Cómo evitar que los niños sean seducidos por el crimen?¡Fácil! Basta con eliminar juegos como ese de Grand Theft Auto que, dirían las doñitas persignadas, les enseñan a robar, a delinquir y hasta a drogarse a los más pequeños.