A dos años desde aquello que no vamos a nombrar para no encender cyberguamazos innecesarios, y aunque el mundo sigue discutiendo lo de allá, lo que más arde está aquí: en las redes.
Sí, ese territorio donde cualquiera puede convertirse en politólogo/sociólogo exprés y, de paso, juez moral del internet. Todo desde la comodidad de su sillón y con un café de cápsula en mano.
Las redes se llenaron de indignados profesionales, de wokes de Wi-Fi auspiciado por Starbucks y activistas de sofá que se informan a través de memes y reparten “verdades” como si fueran stickers. No lo hacen por mal —¡GAD!—, sino por FOMO. Porque en tiempos de trending topic, el silencio ya se interpreta como complicidad.

El problema no es la emoción; es la ligereza con la que muchos comparten lo que parece verdad y lo adoptan como parte de su identidad para ser admirados.
Ahí tienen el video de una explosión en Chechenia que corrió como si fuera de Culiacán; el rumor de una “epidemia nacional” de VIH que resultó ser un collage de datos que parecía un plato de huevos motuleños; o las frases apócrifas del dichoso Changoleón progre con una casa de 12 millones en Tepoz, hablando de capitalismo.
En cuestión de minutos, los timelines se llenan de indignación reciclada, de imágenes descontextualizadas y de certezas de medio tiempo. Todos son Xime Ríos (lean mi columna pasada y entenderán: https://soy.marketing/te-lo-digo-johnny-depp-para-que-escuches-pedro-2/ trepándose a todos los trenes del mame para quedar bien.

Y cuando alguien se atreve a decir “oye, eso es falso”, llega la respuesta clásica: “bueno, pero igual sirve para reflexionar” o se prenden peor que Alfredo Adame (y terminan igual).
Ajá. Como si mentir poquito fuera una forma válida de tener razón.
Desde la sociología digital esto tiene explicación. Las plataformas premian la emoción por encima del dato, la rapidez sobre la verificación. Lo que conmueve o escandaliza es moneda de oro. Y entre más engagement genera, más se multiplica. Así, el usuario promedio se transforma en altavoz involuntario de falsedades: un buen samaritano de la desinformación.
Y es que compartir se volvió un acto de estatus moral.
Publicar lo “correcto” es la nueva credencial de empatía. No importa si el contenido es viejo, falso o manipulado: importa parecer consciente, parecer informado, parecer “del lado bueno”. Pero, ¿cuál es el lado bueno en conflictos tan complejos? La verdad es que eso no existe.
El problema es que tanta apariencia termina deformando la realidad. Y no, no hay verdad absoluta, solo hay datos fidedignos y gente negada a consultarlos.
El viejo oficio del periodista —verificar, contrastar, dar contexto— se ve como algo anticuado. Hoy basta con un “lo vi en TikTok” para dar por hecho cualquier cosa.
Y así, entre filtros, hashtags y “Likes”, el discurso público se nos va llenando de ruido y culpa compartida.

Pero hay esperanza; y diría Darth Vader: “the Force is strong in this one” -refiriéndome a uds., lectores de mi cora y el resto de los usuarios de redes; porque basta con pensar un poco antes de publicar.
Pregúntense:
- ¿De dónde viene esto?
- ¿Alguien confiable lo verificó?
- ¿Lo comparto por convicción o por ansiedad social?
Si no pasan la prueba, guarden ese dedito. No pierden su compromiso con la humanidad; ganarán coherencia si no comparten.
Y créanme: en tiempos de viralidad sin cerebro, eso ya es un acto revolucionario.
Dos años después, no hace falta hablar del conflicto para entender que también aquí hay trincheras: las del algoritmo, el ego y la pereza.
La diferencia es que estas no se ven, pero nos enredan igual.
Así que antes de sumarse a la próxima indignación digital, recuerden:
Indígnense con clase.
Compartan con cabeza.
Y si van a salvar al mundo desde el sofá… al menos revisen la fecha del video.
Nos leemos pronto.








