Nescafé, Kleenex, Curitas, Diurex, Chocomilk… parece haber muchas marcas que se comieron el producto y se quedaron en el imaginario colectivo; pero si tomamos en cuenta, que las marcas llevan entre nosotros por lo menos 2 siglos, son relativamente pocos los casos que podemos nombrar comparado con el gran acervo de las mismas que han existido en dicho lapso.
Las empresas de marca tienen una identidad, pero los consumidores las identifican realmente por sus productos. Cuando un producto reemplaza a la marca (contrario al ejemplo con el que abrí el presente texto), una empresa siempre está a merced del consumidor y sus necesidades. Espero que no se malentienda; en efecto, siempre dependemos del consumidor para la supervivencia, trascendencia o fracaso; debemos ser conscientes de las tendencias y necesidades cambiantes del mercado pero, si la solidez de nuestra marca nos lo permitiera, ¿no sería maravilloso trabajar en mejoras que estar apagando fuegos? Y es dicha solidez de la que quiero hablar ahora, del arduo trabajo que implica llegar a ella narrativa
Son muchos los fenómenos que influyen para que una marca se posicione de tal forma que su nombre sea símbolo de un producto per-sé, pero si hablamos de marcas bien posicionadas, con un amplio catálogo, el panorama también resulta mucho más alentador; pongamos el ejemplo de Adidas o Apple, compañías que, a estas alturas, pueden darse el lujo de lanzar nuevas categorías de productos, obedeciendo a su visión de marca y no reaccionando a la presión masiva del consumidor.
Las empresas lideradas por la marca crean movimientos y tienen más autoridad en el mercado una vez que encuentran su posicionamiento ideal y si bien, sus productos o servicios son el corazón del negocio, la narrativa en torno a ellos es la que los hace verdaderamente competitivos.
¡La narrativa! Tan trascendente y subestimada, en mi opinión, en ella radica la clave de una correcta estrategia de marca y comparto algunos puntos para sostenerlo, que ojalá, además puedan servir de guía a todos aquellos que arrancan con tan compleja labor:
1. Historias, no productos.
Seamos realistas, productos existen por millones, y la narrativa emocional es parte primordial de lo que el consumidor percibe de ellos, así que, sí… valoremos la calidad pero también la forma de ser contada.
2. Beneficios, no características.
El uso del idioma, punto clave para conectar con nuestro consumido; este mundo tecnológico avanzado e inteligente, no sería capaz si quién nos lo ha vendido no nos lo hubiera explicado con peras y manzanas.
3. Foco en el consumidor.
Qué dice el producto sobre quién lo consume y no viceversa. Resaltar al cliente hará que por sí mismo de el lugar que nuestro producto merece.
4. Esperanza, recompensa, alivio.
La culpa puede ser un gran detonante, de igual forma el miedo o la decepción, pero enfocar la estrategia en ellos no es siempre el mejor camino por seguir. Escuche a su interlocutor (el cliente) y ofrézcale soluciones; después de todo, a casi nadie le gusta escuchar qué es lo que ha estado haciendo mal.
5. Sea cómplice.
Confíe al consumidor “sus más grandes secretos”, después de todo, él estará abriendo las puertas de su casa y familia a los productos de su marca.
Escapar de lo que muchas veces nos parece obvio y repensarlo es el mejor consejo que puedo ofrecer para que una marca le hable a sus clientes. Comunicarse de forma correcta funciona en todos niveles más allá de lo interpersonal, hable a su consumidor como le gustaría que lo hablaran o cómo habla con un colega o un ser querido. El acercamiento tendrá su recompensa.
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