Hace algunos meses alguien muy cercano y de mucha confianza me pidió que le manejara sus redes sociales por seis semanas para un evento en específico.
Dado que ya me había visto trabajar de forma independiente, generando contenidos y postearlos por mi cuenta, solamente estableciendo objetivos claros con el cliente, y proporcionándome información actualizada, me entregó contraseñas y usuarios de sus cuentas y empecé a trabajar.
No habían pasado ni dos semanas cuando me mandó un video preciosísimo que quería publicar tanto en Facebook como en Twitter. El envío lo hizo por Whatsapp incluyendo indicaciones y hasta detalló el presupuesto para impulsarlo.
A pesar de que, por lo general no acepto este tipo de instrucciones por Whatsapp sino que especifico que sea por correo electrónico, había un punto mucho más importante que detallar: la propiedad intelectual.
Directa y llanamente le pregunté:
– ¿Tienes los derechos de autor o el permiso correspondiente?
– Creo que vale la pena subirlo y nos la jugamos.
– No lo aconsejo, pero es tu decisión.
Así, unas horas después teníamos miles (literal) de shares y retuits, y el susodicho estaba feliz. Terminamos nuestra campaña, le devolví sus cuentas y asunto finiquitado… pero no totalmente.
Hace un par de semanas me buscó verdaderamente furibundo reclamándome que por mi culpa lo estaban multando y preguntándome cómo le iba a responder.
Afortunadamente todo estaba por escrito, registrado y guardado en Whatsapp, que ahora sirve como prueba legal. Le mandé nuestra conversación y se enfureció aún más ¡conmigo! Ya no supe si porque le demostré que yo se lo advertí, por haber guardado la conversación, o porque con alguien se tenía que desquitar.
Moraleja: cuando un cliente, SEA QUIEN SEA, te pida algo que no está claro o dentro de la ley, pide que te lo ponga por escrito y guárdalo hasta que el mundo se acabe. Nunca sabes.
Y, por supuesto, fue el final de nuestra amistad. #adiós