Los azules, voladores ligeros. Los verdes profundos como enredaderas que trepan ágilmente. Los amarillos, intensos, escandalosos y soleados. Los que siempre están de pie en la batalla, los rijosos rojos. Los grises como bloques de cemento o inamovible estantería de acero.
Los textos son colores, tonalidad pura para el mensaje. Carácter e intención. El texto es un paisaje pintado con sinuosos caminos de cromáticas y estilizadas tipografías, textura que habla.
Están las palabras que golpean y las suaves que acarician, las domingueras y las llanas como llanos secos, las que dan vida y las que matan; las hay descriptivas hasta la obviedad y otras más que muchos no sabemos ni qué demonios significan. Hay palabras de más, lo mismo pero dicho con menos palabras y ni una palabra más.
Todo un arduo trabajo es el manejo adecuado de la palabra, agruparla, dotarla de sentido, otorgarle un ritmo acorde para conocer y reconocer su carácter a partir de aquello que queremos comunicar, además del estilo, tal vez el propio sería mucho pedir, pero sí uno que nos guste y acomode.
Hay quien afirma que una imagen dice más que mil palabras, pero también, mil palabras son capaces de generar millones de grandes y geniales ideas. El secreto es saber escribirlas proporcionándoles la mayor claridad para llegar exactamente a eso: lo que en realidad queremos decir. Para ello hay que ceñirse a las maravillosas complejidades de la puntuación que otorga sentido, coherencia y ritmo.
Partamos de la base que todo necesita escribirse: una fórmula, una idea, un pequeño recado, una instrucción compleja, un poemario, una novela, una tarea interminable, un tratado, un informe de gobierno, una guía, un guión, toda una serie de televisión, un twitter de 280 caracteres, un haikú, unas recomendaciones a seguir, un artículo como éste, una agenda de contactos, un ID y su contraseña, el título de una obra y la obra, el saludo, el contenido y la despedida de una carta, una serie de tarjetas con enormes felicitaciones, sonoros insultos o irremediables adioses.
Todos estos ejemplos tienen sus condiciones y características, su modus operandi, en muchos casos de lo que se trata es descubrir las reglas; aprenderlas, acatarlas, dominarlas y si nos alcanza la vida o el ingenio, romperlas para lograr ver desde un ángulo distinto y poder hacer las cosas diferentes.
Los textos publicitarios, además de colores, son referencias, retrato hablado que define la personalidad pública del emisor. Quién es, a qué se dedica, cómo viste, es informado o no, es educado o no, es joven, maduro o ya entrado en años. El tono, las palabras elegidas, el ritmo impuesto, entre otras cosas, descubrirán nos guste o no, todas estas incógnitas palabra por palabra. El texto lanza al lector colores, aromas, carácter, desde los más simbólicos o seductores, hasta los más descriptivos o vendedores.
En los anuncios, el encabezado manda y el cuerpo de texto ordena. El encabezado seduce y el cuerpo de texto envuelve, abraza. El encabezado golpea y el cuerpo de texto remata. También, el encabezado sacude y el cuerpo de texto apapacha, sin importar que sea tan breve como tres palabras o extenso como un relato.
Los textos publicitarios, más que mensajes lanzados al aire, deben ser devastadores misiles dirigidos. Penetrantes proyectiles que hay dotar de fuerza convincente y efectividad persuasiva. Para una empresa, su simple lista de precios no debe ser asunto menor, vender es el objetivo final, de eso vive, por eso merece una introducción o justificación que colabore para disminuir la indecisión y eliminar las reticencias.
Muchos creativos y mercadólogos ven al texto como un mal necesario, algo que debe reducirse o bien, suprimirse, que ensucia los mensajes, algo que hay que acortar hasta el límite de lo mal dicho o lo mal escrito. Miopía. Lo que hace falta son mejores ideas, mejores escritores y mejor redacción.
Los buenos textos se agradecen: la disertación de Tarantino sobre el alter ego de Supermán en Kill Bill II; los artículos de fondo del País y el New York Times; las letras de Leonard Cohen, Tom Waits o Dylan; la poesía de Paz, Bukowski, López Velarde, Pound o Rimbaud; el rabioso monólogo “Que se jodan” de Spike Lee en la hora 25; las palabras de Shakespeare, Quevedo, Auster, Lispector, García Márquez o Enzenberger; los viejos anuncios de Ogilvy, los spots de televisión de HBO, el famoso anuncio ¡Imbécil!, de Carlos Arouesty, ganador de una Letra Impresa, sólo por mencionar unos cuántos ejemplos.