Cada vez que termina un puente o una temporada vacacional, las redes sociales se llenan de fotos en playas paradisíacas, hoteles espectaculares y parques de diversiones. Y aunque pareciera que todos decidieron viajar al mismo tiempo, hay algo más profundo detrás de esas decisiones: la influencia de la publicidad turística y la presión social por mostrarse viajando.
Las agencias de viaje y los hoteles no solo venden vuelos o habitaciones, venden una emoción, una promesa de estilo de vida. A través de campañas audiovisuales diseñadas con detalle, despiertan en nosotros deseos como descanso, aventura, exclusividad o desconexión. No es solo cuestión de moverse de un lugar a otro: es construir la idea de que “descansar” solo vale si implica irse lejos. Como plantea John Urry en The Tourist Gaze, el acto de viajar está profundamente moldeado por cómo la industria nos enseña a mirar, a desear y a sentir.
Un ejemplo claro lo vemos en campañas como “Visit Dubai”, donde celebridades e influencers retratan un estilo de vida aspiracional, casi inalcanzable, en escenarios de lujo. Más allá de vender un destino, venden una identidad.

¿Viajar para pertenecer?
Hoy no solo viajamos por gusto, también para demostrar que lo hicimos. Las redes sociales han convertido los viajes en una especie de medalla social. Publicar fotos de nuestros destinos se vuelve una forma de validación: mostrar que fuimos, que estuvimos ahí, que no nos quedamos fuera. Esta idea se explora a fondo en un artículo publicado en Traveler, donde se documentan testimonios de personas que se sienten presionadas a viajar para no quedar fuera de la conversación social: “Parece que nunca viajo lo suficiente. Siempre he visto menos sitios que los demás…”.
La autora expone cómo incluso los blogueros y nómadas digitales comienzan a hablar con honestidad de la presión emocional que implica “vivir viajando”. La experiencia ha dejado de ser solo personal; se ha convertido en una narrativa pública que muchas veces es difícil evitar.
Lo aspiracional mal entendido
La industria turística ha sabido capitalizar esa necesidad de pertenencia. Hoy las campañas no solo nos muestran un lugar, nos venden una versión mejorada de nosotros mismos en ese lugar. El viaje ya no representa descanso, sino éxito, libertad o felicidad.
Y aunque hay campañas con enfoque más humano y realista —como ciertas estrategias de promoción local o de turismo responsable—, otras siguen apostando por el exceso, como si unas vacaciones solo valieran si son dignas de “Instagram”.
El problema se agrava cuando estas campañas olvidan conectar con las verdaderas necesidades del público. Como se señala en la columna “Campañas digitales de Semana Santa: logra el máximo impacto”, muchas marcas cometen errores comunes como la falta de personalización o el uso de paquetes genéricos que no consideran los distintos perfiles de viajeros. Cuando eso ocurre, lo aspiracional se transforma en saturación y presión más que en inspiración.

¿Realmente queremos ir?
Es difícil saber si queremos viajar por deseo auténtico o por no sentirnos “menos”. Muchas veces, lo hacemos porque es temporada, porque los demás lo harán o porque no tener una respuesta a la clásica pregunta “¿a dónde te vas?” genera incomodidad. Y es aquí donde la publicidad cumple un papel complejo: puede inspirar, pero también condicionar.
Viajar debería ser una elección consciente, no un reflejo condicionado. La publicidad no es el enemigo, pero sí tiene responsabilidad en cómo comunica. Más que imponer destinos, podría ayudar a descubrir formas más honestas, accesibles y personales de vacacionar, incluso si eso implica quedarse en casa.
Por: María Naranjo Izquierdo– estudiante del 6° semestre en la carrera de Diseño y Producción Publicitaria / Estrategia y Creación Publicitaria de UPAEP – Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla.








