Desde hace varios años vivimos un proceso creciente de polarización política. En distintos países, se observa una confrontación constante entre partidos de izquierda (o centroizquierda) y de derecha (o centroderecha). En este contexto, la comunicación política suele enfocarse en desacreditar al adversario, presentándose como un enemigo, y no simplemente como un actor con ideas diferentes con el que aún sería posible llegar a consensos.
Estos momentos no son favorables para la democracia, ya que este clima termina empujando a los partidos hacia posiciones cada vez más extremas. Cuando los partidos tradicionales no ocupan esos extremos, surgen nuevas fuerzas políticas que lo hacen, radicalizando aún más el escenario.
Aquí aparece un gran dilema: en tiempos de polarización, la confrontación directa con los adversarios puede resultar clave para el éxito electoral de un partido, pero al mismo tiempo puede ser el punto de partida para un ciclo de extremismo político difícil de revertir.
Por ello, es fundamental que los partidos políticos respeten ciertas reglas mínimas que protejan la calidad democrática. La confrontación directa, el desprestigio sistemático, los insultos y la discriminación son prácticas que, una vez legitimadas o normalizadas, erosionan las instituciones y dejan cicatrices profundas en la convivencia política.
Por eso, en estos tiempos en los que la democracia puede pender de un hilo, es fundamental que la comunicación asuma un rol central en su defensa. El respeto y la tolerancia son pilares indispensables para una convivencia democrática de calidad. La comunicación no debe ser únicamente una herramienta para acceder al poder, sino también un instrumento para proteger los principios fundamentales de la democracia, esos que tanto ha costado construir.









